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Jorge
Luís Borges
Un
acercamiento a su universo
por Mauricio Armando Abadi
Dentro de la serenidad estética que nos proporciona la
lectura de los textos de Jorge Luis Borges se esconden,
sin embargo, claves inquietantes, leit-motivs que
recurrentemente parecen querer convocar nuestra atención y
perturbar nuestra calma de lectores dominicales.
Uno de esos temas es el de la puesta en cuestión de
nuestro Yo, de nuestra identidad, tal cual la conocemos:
En Borges el Yo no goza de la autonomía del poder y de la
singularidad que tendemos a concederle.
En el poema “Ajedrez”, por ejemplo, nos dice:
También el jugador es prisionero
(La sentencia es de Omar) de otro tablero
De negras noches y blancos días.
Del mismo modo, en la dramática confesión autobiográfica
contenida en “Borges y yo”, escribe: “Poco a poco voy
cediéndole todo, aunque me consta su perversa costumbre de
falsear y magnificar”.
Así, el Yo, esa sede de nuestra arrogancia y nuestro
orgullo es sometido a un radical cuestionamiento: Si somos
piezas de un ajedrez que fue urdido por otros no habría
razones para envanecernos. Por otro lado, así como el
ajedrez es un juego de combinatorias limitadas, nuestra
autonomía, del mismo modo, es relativa, no infinita.
Otra referencia llamativa aparece en el cuento “La
espera”, en el que un hombre perseguido por otro se
inscribe en el hotel que le sirve de refugio con el nombre
de su perseguidor, según Borges, “…no como un desafío
secreto, no para mitigar una humillación que en verdad no
sentía, sino porque ese nombre lo trabajaba, porque le fue
imposible pensar en otro”.
Esto cuestiona la consistencia del Yo, sus límites
aparentemente inquebrantables: Si el otro “me trabaja”
hasta tal punto que me lleva a asumir su identidad, mi Yo
entonces tiene la carnalidad que corrientemente estoy
dispuesto a atribuirle? Esta misma temática asume una
dimensión más patética en los párrafos finales del cuento
“El fin”: “Cumplida su tarea de justiciero, ahora era
nadie. Mejor dicho era el otro: no tenía destino sobre la
tierra y había matado a un hombre”. En este fragmento se
ve con total claridad la alusión al otro como sostén de mi
identidad. Seríamos antihéroes borgeanos susceptibles de
diluirnos en y con el otro.
También apelando al argumento pitagórico de la
transmigración de las almas, Borges pone en tela de juicio
la originalidad de nuestro presente, la supuesta
autenticidad de nuestros actos en el aquí y ahora y su
independencia de otros actos similares protagonizados en
el pasado por otras personas: Este tema es abordado con
magistral concisión y fuerza literaria en el texto “In
memoriam J.F.K”. Allí, en un fragmento, Borges escribe:
“Treinta años antes el mismo proyectil mató a Lincoln por
obra criminal o mágica de un actor a quien las palabras de
Shakespeare habían convertido en Marco Bruto, asesino de
César”. En este párrafo, Borges nos introduce a la idea de
que la historia recurre y que somos tomados por ella para
encarnar sus propósitos. Somos menos protagonistas que
actores de una obra de teatro cuyo texto fue escrito por
otros, concepto sobre el que abunda en los dos versos
finales del poema “La pantera”:
En vano es vario el orbe. La jornada
Que cumple cada cual ya fue fijada.
Otro abordaje sorprendente es el que hace Borges de la
idea de la muerte, ese fantasma tan temido en la cultura
de Occidente debido al apego sensual y casi desenfrenado a
la vida que en ella impera. Por lo contrario, Borges
escribe en el epílogo del cuento “El Sur” estas bellísimas
líneas:
Sintió, al atravesar el umbral, que morir en una pela a
cuchillo, a cielo abierto y acometiendo, hubiera sido una
liberación para él, una felicidad y una fiesta, en la
primera noche del sanatorio, cuando le clavaron la aguja.
Sintió que si él, entonces, hubiera podido elegir o soñar
su muerte, ésta es la muerte que hubiera elegido o soñado.
La muerte como liberación, como felicidad, como fiesta,
¡qué concepción diferente a la que tendemos a imaginar
para nuestra propia muerte!
Lo que prevalece en este enfoque de la muerte es la noción
de liberación de todas las esclavitudes que soportamos
durante nuestra vida, del enjambre de hábitos, rituales,
costumbres repetidas mecánicamente que terminan
adueñándose de ella.
En las líneas anteriormente citadas aparece la referencia
a una entrega gozosa a la muerte, en lugar del dramatismo
con el que se la rodea usualmente en nuestra cultura. A lo
largo de toda la obra de Borges, sus héroes aceptan la
muerte como un desenlace inexorable y no intentan oponerle
la resistencia arrogante del Yo, son personajes que la han
vislumbrado siempre en lugar de negarla frenéticamente. En
ellos, lo que Borges parece querer retratar es un fluir
elegante, digno hacia la muerte; se dejan deslizar en
dirección a un final apetecible.
Otro motivo que atraviesa toda la obra borgeana es el de
los duelos: enfrentamientos entre compadritos a puñal
desnudo, gauchos que trenzan su sangre y sus facones bajo
el cielo abierto, Borges se deleita en este tipo de
descripciones. Una de las explicaciones posibles de esta
predilección podría rastrearse en el último de sus
“Tankas”, cuando escribe:
No haber caído
Como otros de mi sangre,
En la batalla.
Ser en la vana noche
El que cuenta las sílabas.
De este texto podría desprenderse la nostalgia de Borges
por otro destino, más épico, más glorioso, más cercano al
valor, al puñal y a la sangre que al manso ejercicio de la
literatura. Como si esos cuchilleros fueran el personaje
que Borges hubiera querido ser, el reverso del hombre
consagrado a las letras.
Esta aspiración asume plena forma en el magnífico final
de “Hombre de la esquina rosada”, cuando Borges se incluye
a sí mismo en el cuento como el autor de la muerte del
compadrito Francisco Real, el Corralero:
Entonces, Borges, volví a sacar el cuchillo corto y
filoso que yo sabía cargar aquí, en el chaleco, junto al
sobaco izquierdo, y le pegué otra revisada despacio, y
estaba como nuevo, inocente, y no quedaba ni un rastrito
de sangre.
Como si Borges, a través de la magia de la literatura, se
hubiera concedido a sí mismo el rol de un compadrito que,
cuchillo en mano, consigue, dar muerte a un guapo bravo
del Norte.
Probablemente, y más allá de Borges, ese sea el sueño no
siempre admitido de todos los intelectuales, la
construcción de una épica más consistente que la del
manejo de las ideas.
Vamos a ocuparnos ahora de uno de los cargos que más
frecuentemente se le han hecho a Borges en nuestro país,
el de ser un escritor extranjerizante, asociado
ideológicamente a una oligarquía que miró siempre hacia
Europa y en el caso específico de Borges hacia Inglaterra.
Por un lado, Borges a lo largo de su obra hace evidentes
sus predilecciones literarias por Chesterton, De Quincey,
Shaw, Poe, Wells y otros escritores de habla inglesa, a la
vez que diseca con un rigor lindante con la crueldad a
muchas de nuestras obras y a algunos de nuestros autores
más representativos. A sus filosos análisis no escapan el
Martín Fierro ni muchos de los versos de Carriego, ni
tampoco muchas de nuestras costumbres más arraigadas como
el juego del truco. Asimismo, en algún reportaje se ha
referido al patriotismo como “ese énfasis innecesario” y
en el cuento “La forma de la espada” le hace decir a uno
de sus personajes “…acudí a la menos perspicaz de las
pasiones: al patriotismo”.
Parece desprenderse, entonces, de lo antedicho, una
actitud de desapego, casi de desprecio en Borges hacia la
Patria, hacia su Patria, como si él estuviera
esencialmente distante de eso que él moteja como “la menos
perspicaz de nuestras pasiones”.
Pero por otro lado sólo basta recordar el cariño con que
él construye a los compadritos de “Hombre de la esquina
rosada” así como la increíble destreza con la que un
escritor culto y cosmopolita como él maneja en ese texto
el lenguaje de los orilleros, o del mismo modo como recrea
el ambiente de una pulpería y de sus personajes en “El
Sur” o en “El fin” para comprender la intensa
identificación que lo une a nuestras raíces.
O para tomar otro texto que es una virtual declaración de
amor hacia nuestra Patria citemos algunos versos del poema
“Oda compuesta en 1960”:
Patria, yo te he sentido en los ruinosos
Ocasos de los vastos arrabales.
o el final del mismo en el que escribe:
Eres más que tu largo territorio
Y que los días de tu largo tiempo
Eres más que la suma inconcebible de
Tus generaciones. No sabemos
Cómo eres para Dios en el viviente
Seno de los eternos arquetipos,
Pero por ese rostro vislumbrado
Vivimos y morimos y anhelamos,
Oh, inseparable y misteriosa Patria.
Acá aparece con toda su fuerza un Borges que siente a su
Patria, que por ella vive, muere y anhela.
Cómo explicar entonces estas dos versiones casi opuestas
de la Patria y de los sentimientos que ella despierta,
estos polarizados retratos de una misma pasión que se
suceden y se alternan a lo largo de la obra de Borges?
Entendemos que la respuesta válida a este interrogante es
suponer que hay dos Borges en conflicto, dos identidades
borgeanas que reflejan una tensión irresuelta: por un lado
está el Borges anglófilo y casi universalista, tributario
de una formación que dirigió su mirada (valga la paradoja)
hacia el mundo de las mitologías griegas y nórdicas, hacia
los filósofos alemanes, hacia los poetas, cuentistas y
novelistas de habla inglesa y por el otro el Borges,
muchas veces escondido pudorosamente por él mismo, que
lleva en sus entrañas a la Patria y que la transpira por
sus poros y por algunos pasajes de su literatura.
Después de todo, él mismo escribió en “Proteo”:
De Proteo el egipcio no te asombres,
Tú, que eres uno y eres muchos hombres.
Tal vez en cada uno de nosotros también esté presente este
drama singular de la condición argentina que Borges
encarna: Uno de los hombres que somos contempla con
admiración lo europeo, mientras que otro de nuestros
personajes siente con fervor, con pasión a la Patria.
Otro de los enfoques más originales de la obra de Borges
es el interjuego que éste despliega entre realidad y
sueño.
Por ejemplo, en “Las ruinas circulares”, un hombre quiere
soñar a otro a “imponerlo a la realidad”. En “Amanecer”,
Buenos Aires corres peligro de extinción al no ser soñada
por los durmientes que en el alba descansan. En “La
espera”, un hombre que soñaba repetitivamente el
enfrentamiento con sus perseguidores, cuando éstos en la
realidad le dan alcance, les pide que esperen y se da
vuelta contra la pared. Ante la actitud de su personaje,
Borges se interroga:
¿Lo hizo para despertar la misericordia de quienes lo
mataron, o porque es menos duro sobrellevar un
acontecimiento espantoso que imaginarlo y aguardarlo sin
fin o -y esto es quizás lo más verosímil- para que los
asesinos fueran un sueño, como ya lo habían sido tantas
veces, en el mismo lugar, a la misma hora?
Para Borges la realidad no tiene más consistencia que la
que le dan nuestros sueños “sin base ni propósito ni
volumen”. Postula la idea de una realidad evanescente, lo
cual atañe no sólo al mundo de las cosas sino también a
nuestro Yo, tal cual lo experimenta en “Las ruinas
circulares” el propio soñante al descubrir que él mismo
había sido soñado.
Nos arriesgamos a especular que detrás de una hipótesis
tan fuerte hay un guiño borgeano, una enseñanza que está
en nosotros, sus lectores, aprehender o dejar pasar: Lo
que Borges parece querer decirnos es que si nuestra
realidad y nuestro Yo, a los que habitualmente les
asignamos tanta importancia y a quienes nos aferramos como
nuestras más preciosas pertenencias sólo tienen la
materialidad de un sueño por qué no intentamos
desprendernos de ellas y fluir por la vida cabalgando
sobre las diferentes formas que la realidad y nuestro Yo
nos van presentando instante a instante.
Una de las ideas de la modernidad que son puestas más
radicalmente en tela de juicio desde esta perspectiva es
el glorificado concepto de posesión o propiedad: nuestro
Yo no nos pertenece, nuestra realidad no nos pertenece, no
hay de dónde agarrarnos, por lo tanto no nos agarramos. El
inmaterialismo borgeano (si se me permite el neologismo)
sale al cruce de uno de los dioses contemporáneos, la
propiedad, y nos incita, con levedad e ironía, a abandonar
la sensualidad errática que ésta genera.
Tampoco escapa a la agudeza del análisis borgeano el lugar
que ocupan el autor literario y su lector. Comenzando por
el tema del escritor, en el comienza del ensayo “La flor
de Coleridge”, Borges cita este sorprendente párrafo de
Emerson:
Diríase que una sola persona ha redactado cuantos libros
hay en el mundo; tal unidad central hay en ellos, que
es innegable que son obra de un solo caballero omnisciente.
Más adelante, casi al final del mismo texto, Borges
agrega:
Para las mentes clásicas, la literatura es lo esencial,
no los individuos. Georges Moore y James Joyce han
incorporado en sus obras, páginas y sentencias ajenas;
Oscar Wilde solía regalar argumentos para que otros los
ejecutaran; ambas conductas, aunque superficialmente
contrarias, pueden evidenciar un mismo sentido del arte.
Un sentido ecuménico, impersonal… Otro testigo de la
unidad profunda del Verbo, otro negador de los límites del
sujeto, fue el insigne Ben Jonson, que empeñado en la
tarea de formular su testamento literario y los dictámenes
adversos o propicios que sus contemporáneos le merecían,
se redujo a ensamblar fragmentos de Séneca, de Quintiliano,
de Justo Lipsio, de Vives, de Erasmo, de Maquiavelo, de
Bacon y de los dos Escalígeros.
A través de estas dos citas vemos que no es tan sencillo
conocer la real identidad de un escritor porque cuando
éste se sienta a escribir convoca consciente o
inconscientemente, a toda su tradición literaria, pone en
movimiento a todos los autores que alguna vez ha leído,
que a su vez en sus textos han apelado a sus propios
antepasados literarios, por lo que la cuestión de la
paternidad de una obra literaria podría ser pensada como
una vasta coautoría en la cual hasta escritores
aparentemente muy disímiles de una misma generación
estarían emparentados por padres literarios comunes. Por
ejemplo, qué escritor de nuestro medio y de nuestra
generación podría dejar de reconocer su filiación borgeana?
De ahí el carácter ecuménico e impersonal de la obra
literaria al que alude Borges hay un paso muy pequeño, más
allá de que muchas veces creamos que nuestros textos son
absolutamente singulares y nos cueste visualizar y
reconocer las influencias que en ellos palpitan.
Borges nos señala que en el literatura se abaten las
fronteras temporoespaciales y que Onetti, por ejemplo,
recrea “El astillero”, ambientándolo en el Río de la
Plata, el mismo clima, la misma tensión dramática, la
misma densidad literaria que Faulkner, unos años atrás,
había desplegado en “Absalón Absalón”, cuyo escenario era
el Sur de los Estados Unidos.
En lo que respecta al lugar del lector, Borges se pregunta
qué ocurre cuando, por ejemplo en “Hamlet”, los mismos
personajes presencian una obra teatral que se representa
en el transcurso de la historia que ellos encarnan. O, qué
sucede cuando, por ejemplo en “Hombres de la esquina
rosada” el autor, Borges, pasa a ser uno de sus
protagonistas?
La respuesta que da Borges a estos interrogantes es
inquietante: Si los personajes de un texto pueden ser
ellos mismos lectores de otros textos o espectadores de
otras obras de teatro es porque inversamente los lectores
o espectadores pueden ser ellos mismos personajes
involuntarios de un texto que fue escrito para que ellos
lo representaran o, como en el ejemplo de “Hombre de la
esquina rosada”, el texto deja de funcionar como límite
entre escritor y personaje.
Una vez más Borges se propone que nos cuestionemos
categorías aparentemente inconmovibles al relativizar la
fijeza de los roles de autor, lector y personajes.
Así, hemos llegado al final de este recorrido por algunos
de los temas centrales del universo borgeano, universo
vasto, cautivante y, afortunadamente, inagotable.
Bibliografía
Borges, Jorge Luis. Obras completas, Emecé
Editores, Buenos Aires 1980.